La segunda República

Cuando en abril de 1931 la monarquía alfonsina desapareció de la escena política, acompañada de la más absoluta indiferencia de los españoles, hacía ya muchos años que transitaba por la historia con más pena que gloria, lastrada por su discutido origen y agobiada por los numerosos errores que habían jalonado su trayectoria. Nada tuvo de particular, pues, que el nuevo régimen fuera recibido en medio de una generalizada expectación popular, con la ilusión de que la emergente apuesta institucional proporcionara un marco de convivencia más justo, más próspero, abierto a la esperanza en la búsqueda de un futuro mejor para todos.

De este modo, la República se encontró ante una oportunidad única, de la que jamás disfrutó antes gobernante alguno. En parte por su condición de régimen casi inédito (la Primera República no pasó de simple anécdota), del que cabía esperarlo todo, en parte por el alivio que suscitó a la nación haberse librado de una monarquía anquilosada, envejecida, desilusionante y caduca, sin sustancia ni capacidad para generar el menor entusiasmo.

Hasta los sectores que, a priori, podían ser considerados menos proclives a aceptar la nueva situación, se apresuraron a mostrar su confianza en que la etapa que se abría se desarrollara por cauces de normalidad, ofreciendo su colaboración para que así fuera y que la transición desde el sistema liquidado al emergente se hiciera sin sobresaltos ni convulsiones. En esta línea, El Debate, que se había distinguido por su defensa del régimen anterior, declaró “el deber de acatar la República” y servirla de un modo leal, “porque no son la simpatía ni la antipatía las que nos han de dictar normas de conducta: es el deber grato o penoso quien nos manda y alecciona”. Conocida es, al respecto, la actitud de la Iglesia española, resuelta a acatar también la República, intentando un acercamiento por medio del nuncio Tedeschini y del cardenal Vidal y Barraquer, que no pudo fructificar “debido a un sectarismo irrazonable y a la brutalidad de una combinación política para apoderarse del Gobierno y derivar la República hacia el izquierdismo radical”, según estimación de este último.

Menos conocida es la conducta del Carlismo que, sin embargo, se manifestó muy pronto. Aunque con la prudencia que requerían los inesperados acontecimientos, el Carlismo no escapó al influjo de las expectativas despertadas en extensas capas de la sociedad española y D. Jaime de Borbón señaló que “La exaltación de los primeros momentos ha de dejar paso a un espíritu constructivo, que debe ser el mismo para toda la Nación.” Precisión que, por cierto, no conviene echar en saco roto. Exhorta a sus seguidores para que “contribuyan con toda energía a mantener el orden” y a sostener al Gobierno provisional, afirmando que “Si España ratifica plenamente su voluntad republicana, manteniendo todos mis derechos, respetaré esa decisión del pueblo.” Muy pocos días después, el 23 de abril, suscribe un manifiesto insistiendo en las razones alegadas, con el deseo de “que los míos apoyen su actuación [la del Gobierno provisional] en todo lo que no sea contrario a sus tradicionales doctrinas”, añadiendo que “Si la voluntad nacional, libremente expresada, se pronuncia en favor de la República yo pediría a los monárquicos que colaborasen en la obra inmensa que es construir la federación de la nueva España.”

La buena voluntad de los católicos y de los partidos de la derecha, todos sus esfuerzos conciliadores, no encontraron eco en los titulares del nuevo poder ni en los partidos a los que re-presentaban. La República fue incapaz de sortear su feroz sectarismo, y su insaciable odio religioso dictó sentencia con urgencia digna de mejor causa. No estaban dispuestos a ceder, ni en una mínima parte, en los presupuestos con los que habían alcanzado la cumbre. La República nació con vocación beligerante, obsesionada por saldar presuntas viejas cuentas. De ahí su premura en sustantivizar lo que sólo podía tener carácter accidental. Porque para la República ya no era la consideración de español lo más importante, lo esencial, sino la adscripción republicana de una parte de los españoles. Emperrados en acotar el terreno cuanto antes, sus prohombres sentencia-ron que el nuevo régimen era exclusivamente para los republicanos, quedando excluidos por definición los desafectos reales o supuestos, los indiferentes y los tibios. No había lugar para ellos y el tiempo se encargaría de probar la firmeza del propósito republicano. La República era para los republicanos. Donosa resolución en un país donde los republicanos, si no brillaban por su ausencia, no pasaban de constituir una insignificante minoría, pese a la reciente incorporación de algunos ex monárquicos que se habían distinguido, hasta su sorprendente metamorfosis ideológica, por su fervoroso alfonsismo.

Todavía no había transcurrido un mes cuando la República comenzó a mostrar su verdadera faz. La quema de iglesias y conventos (ciento siete en diez ciudades), ilustró a los españoles acerca de lo que cabía esperar de un régimen que eligió el camino del revanchismo político, teniendo en el punto de mira a la Iglesia, al Ejército, a la burguesía, a los partidos de signo derechista. En apenas unas horas quedaron fulminadas todas las expectativas por las llamas que arrasaron templos y conventos, premonitorio suceso contemplado con indiferencia por las autoridades republicanas que acudieron con diligencia a fijar su posición, dictaminando que “todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano”. Fue una declaración de principios categórica, inapelable, que dejaba escaso margen a la esperanza. Los hechos no admiten otra interpretación. Así lo en-tendió D. Jaime de Borbón que reaccionó con prontitud para advertir que si la instauración de la República pudo “merecer de los míos y de mí un generoso margen de confianza [...] Después de los recientes y tristes acontecimientos, que tan claramente han puesto al descubierto el gravísimo mal, [...] la lucha electoral próxima [...] tenderá, naturalmente, a agrupar las fuerzas de los creyentes para salvaguardar el tesoro de la fe y de la religión, atropellados inicuamente con odio feroz ante la indiferencia de muchos y la tolerancia de no pocos.”

La República no buscó la paz, la asimilación de los rivales, el convencimiento de los indecisos, no concedió credibilidad alguna a las ofertas moderadoras de los partidos de la derecha. Se afanó en humillar a los que consideraba sus enemigos y como tales los trataba, batallando por lograr su contundente derrota, su definitiva desaparición. Haciendo oídos sordos a las justas demandas sociales orientó su acción por absurdos derroteros, más atenta a arbitrar la satisfacción personal de sus dirigentes y sus respectivas huestes, que a articular las soluciones que demandaban los problemas enquistados durante decenas de años. Dilapidó sus energías en una lucha innecesaria, esterilizadora y provocativa que ganaba en crispación y violencia en la misma medida en que se desdibujaban las metas sociales que debían ser el prioritario objetivo de su ambición. Que frente a las necesidades sociales y las flagrantes carencias que sufrían los españoles, la República se decidiera por una política de confrontación permanente, poniendo en juego todos los resortes del poder para acabar con los sectores que había demonizado previamente, evidencia hasta que extremo su obsesivo sectarismo la llevaba a preterir el bienestar general que debería haber sido su principal objetivo. La animadversión a los considerados desafectos a la República era de tal calibre, que sólo así se explica que todo un presidente del Gobierno, Azaña, cayera en el ridículo de declarar que “Si alguna vez tuviera yo la desgracia de que una medida de Gobierno —de orden político, bien entendido, desde luego— adoptada por este Ministerio y apoyada por la mayoría, pudiese merecer el aplauso de los que no son republicanos, se me caería la cara de vergüenza.”

Es preciso recalcar que la República nació, además, con un vicio de origen que, antes o después, acabaría precipitándola en el abismo. Mientras que los republicanos deseaban monopolizar la propiedad y disfrute del nuevo régimen, el P.S.O.E., que pasaba por ser su principal valedor era, en realidad, su más inmisericorde enemigo, al concederle mero carácter instrumental, con la intención nunca disimulada de sustituirlo por la dictadura del proletariado, en cuanto se presentara la ocasión. Un socialista que pasaba por moderado, Besteiro, a la sazón presidente de las Cortes, confesaba sin rebozo que la revolución social que ellos preconizaban podía “ser o no sangrienta, según la posición en que se encuentren nuestros adversarios”, pues si el socialismo tiene posibilidad de captación legítima por medio de la propaganda para que alcance el poder e imponga sus ideales, entonces confiará en el sufragio. En caso contrario, “la República no es realmente nuestra República y no podrá ser su República [la de los trabajadores] sino por medio de la insurrección.” Y en octubre de 1932, el XIII Congreso del partido declaraba que “el ciclo revolucionario que han significado plenamente la colaboración socialista... va rápidamente a su terminación. Se aproxima y se desea, sin plazo fijo pero sin otros aplazamientos que exija la vida del régimen, el momento de terminar la colaboración ministerial... Estabilizada la República, el Partido Socialista se consagrará a una acción netamente anticapitalista... y encaminará los esfuerzos a la conquista plena del Poder para realizar el socialismo”. Y M. Nelken sentencia expeditivamente que “La República, para servirnos de ella, no para servirla”.

Esta tensión continua en que vivía el socialismo, ahorquillada entre la defensa temporal e interesada de la República burguesa y su deseo de acabar con ella para implantar la República Socialista, incluso por medios violentos si era necesario, generaba una inclinación siempre vigente hacia la guerra civil, que ya afloró en los primeros compases del nuevo régimen.

A finales de noviembre de 1931, a punto de coronar la redacción de la Constitución, se planteó la posibilidad de que las Cortes prosiguieran sus trabajos con la aprobación de un conjunto de leyes. Los radicales eran partidarios de disolverlas una vez aprobada la Constitución, en contra de la opinión que sostenían los socialistas. Largo Caballero, ministro de Trabajo, terció en el deba-te para advertir que “Este intento [el de disolver las Cortes] sólo sería la señal para que el partido socialista y la Unión General de Trabajadores lo consideraran como una provocación y se lanzasen a un nuevo movimiento revolucionario. No puedo aceptar tal posibilidad, que sería un reto al partido y que nos obligaría a ir a una guerra civil.”

Esa propensión casi patológica hacia la guerra civil alcanzó su clímax en octubre de 1934, cuando con el apoyo de los comunistas y otros de menor entidad y valor (tomando el término en su prístina acepción), se decidieron a empuñar las armas para derribar a la República. Cualquier cosa antes de tolerar que el ejercicio democrático llevara al poder a un partido de la derecha. La República, como habían dejado establecido, era suya y sólo suya. Ni democracia ni historias. Y si había que oponerse a sangre y fuego al dictamen de las urnas, se realizaba con total contundencia, sin andarse con rodeos. Que las urnas únicamente aciertan cuando les favorece a ellos. Las cuentas no salieron a medida de sus deseos y la intentona se liquidó con un sonado fracaso. La guerra civil futura, la continuación más bien de la guerra civil ahora abortada, tendría a partir de ese momento una razón que sumar a las anteriores. Pero lo bien cierto es que la República había queda-do herida de muerte. Lo que muchos temían, otros muchos sospechaban, y casi todos temían, esto es, que los socialistas se proponían acabar con el régimen para imponer la dictadura del proletariado sin ninguna concesión, tomó cuerpo aquel fatídico octubre en su más descarnada desnudez.

Y si alguien aún dudaba, Largo Caballero se cuidó de despejar cualquier incertidumbre, cuando aleccionaba a sus seguidores en Alicante, señalando que “Si triunfan las derechas nuestra labor tendría que ser doble, porque, ahora, tenemos aún, con esta República burguesa, la esperanza de un camino fácil hacia nuestro ideal, pero, con el triunfo de las derechas, no hay remisión. Tendríamos que ir forzosamente a la guerra civil declarada. Y no se hagan ilusiones las derechas y no digan que esto son amenazas. Esto son advertencias. Y ya sabéis que nosotros no decimos las cosas por decirlas. Ahí está el ejemplo de octubre.”

Esta República hosca, cicatera, agria, dogmática, sectaria y ruin, es considerada en nuestros días cómo paradigma de la democracia por el presidente del Gobierno, el socialista Rodríguez Zapatero, que se siente orgulloso de aquel periodo de nuestra historia. No es de extrañar, conociendo al personaje. Lo que resulta difícil es determinar qué nos causa mayor perplejidad, si su ignorancia planetaria o su necio atrevimiento. Porque ese régimen tan democrático se dotó de una Ley de Defensa de la República, primero, y de una Ley de Orden Público, después, que pulverizaban la Constitución y transformaban la República en una auténtica dictadura y a sus autoridades en una cohorte de tiranos. Ese régimen tan democrático, clausuraba sedes de partidos, suspendía publicaciones (ciento catorce en agosto de 1932), silenciaba las voces disidentes, sancionaba caprichosamente a quienes consideraba desafectos, mientras toleraba los desmanes de sus partidarios. Ese régimen tan democrático es el de Castilblanco y Casas Viejas, con “los tiros a la barriga”. Ese régimen tan democrático, es el de la legislación más sectaria hasta entonces conocida, el de las arbitrariedades y los desafíos a sus rivales. Ese régimen tan democrático pretendió arrinconar a la Iglesia y a los católicos, sometiéndolos a una persecución implacable en las leyes y con hechos, hasta reducirlos a ciudadanos de segunda, carentes de derechos. Ese régimen tan democrático logró que la conflictividad social convirtiera la vida en un infierno, registrando en esos cinco años más de cuatro mil cuatrocientas huelgas y casi dos mil trescientas personas perdieron la vida en incidentes con connotaciones políticas. Ese régimen tan democrático decretó en febrero de 1936 el estado de alarma y se vio obligado a prorrogarlo, siendo sus propios militantes los que provocaban todo tipo de desafueros, trifulcas y ataques, sin merecer la intervención de la justicia. Bajo la égida de este régimen tan democrático, millares de sacerdotes y religiosos, católicos, y afiliados a distintos partidos políticos, fueron acosados, torturados y asesinados. Este régimen tan democrático es el que añora el presidente del Gobierno, empecinado en que las cosas fueron como no fueron, y en servirnos un plato envenenado para un futuro cada día más preocupante.

Sería muy de agradecer que el presidente nos explicara la razón por la que, siendo tan maravillosa y democrática la Segunda República, el Partido Socialista, su partido, intentó derribarla en 1934. Mientras piensa en ello —es un decir— abordemos una última cuestión.

Se discutía el artículo 26 de la Constitución, el que hacía referencia a la Iglesia católica. Alvaro Albornoz, radical-socialista, admirador de Azaña, lanzó su insensato reto a los católicos: “No más abrazos de Vergara, no más pactos del Pardo: si quieren hacer la guerra civil, que la hagan.” Esa es la única salida que ya en 1931 dejaban a los católicos. El sometimiento total o la guerra civil. Y hubo guerra porque al menos la mitad de los españoles no se resignaban a morir.

¿Es aquí adónde quiere llevarnos de nuevo el presidente del Gobierno?

Luis Pérez Domingo

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